Apuntes para una historia de las fiestas agostinas
Las fechas más importantes para la ciudadanía capitalina han llegado, vociferadas por las calles y avenidas de San Salvador por la carroza del Correo, el Chichimeco y los viejos de agosto. Estas páginas constituyen un esbozo de un recuento histórico de esos festejos, dedicados al “Colocho”.
Carlos Cañas Dinarte efemeridessv@gmail.com
Jueves 1, agosto 2013 | 3:50 pm – ElMundo.com.sv
Durante el siglo XVI, las celebraciones católicas de la ciudad colonial de San Salvador fueron mezcladas con la ceremonia de exhibición del Pendón Real, estandarte representativo del imperio ibérico que cada 5 y 6 de agosto era sacado de las instalaciones del cabildo (ayuntamiento o alcaldía) y paseado por las calles polvorientas, con gran pompa y lucido acompañamiento de caballería, con el propósito de que los hombres y mujeres de aquel poblado renovaran sus votos de fidelidad al supremo monarca de España y las tierras de ultramar.
Detrás de los portadores y acompañantes principales del Pendón Real desfilaban los residentes indianos del barrio de Mejicanos, descendientes de los indígenas tlaxcaltecas que salieron de México y participaron en la conquista de Centro América y otras regiones del mundo hispanoamericano. Ellos portaban la espada de Pedro de Alvarado, legada por el conquistador extremeño a esas huestes para rendirles agradecimiento por su apoyo prestado en las cruentas batallas contra los aborígenes guatemaltecos y cuzcatlecos. Desde entonces, los pueblos originarios formaban parte de las celebraciones agostinas.
De esa manera, los festejos dedicados a España y al Salvador del Mundo abarcaban los días quinto y sexto de cada octavo mes del año y revelaban la unión existente entre los poderes terrenales y celestiales que regían a esta porción del Nuevo Mundo. Desde luego, aquella era una visión política interesada e impuesta por la monarquía y el papado. Las actividades de júbilo y alegría popular y gubernamental estaban centradas en la víspera, la misa solemne era desarrollada el día 6, entre los muros de calicanto de la Iglesia Parroquial, construida al oriente de la Plaza de Armas (hoy plaza Libertad) del tercer asentamiento de la urbe sansalvadoreña.
Desde el altar mayor de ese templo parroquial -construido entre 1546 y 1551, gracias a los trabajos de Francisco Castellón, colono citadino y mayordomo del templo- una pesada escultura del Salvador del Mundo, donada por Su Majestad Imperial Carlos V de Alemania y I de España, contemplaba el paso del tiempo entre aquellas personas y calles, sin esperanza alguna de que sus más de dos toneladas fueran alzadas en hombros y sacadas a recorrer las calles de aquella creciente urbe española en tierra salvadoreña.
Surgimiento del “Colocho”
Dos siglos y medio más tarde, las costumbres de muchos habitantes de San Salvador alarmaban a los clérigos, porque eran demasiado relajadas y disolutas, al grado tal que el lugar fue señalado por muchas personas como la Sodoma y Gomorra del Reino de Guatemala. Por tal motivo, fue bien visto el “castigo divino” que se manifestó el 30 de mayo de 1776, cuando la capital de la provincia de San Salvador fue arruinada por un violento terremoto, originado por la fosa de subducción y calculado, en fechas recientes, en 7.5 grados en la escala sismológica de Richter. Dicho evento terráqueo también destrozó al templo de Dolores Izalco y causó más daños en la Alcaldía Mayor de Sonsonate y en otros puntos del Reino.
Ante los vaivenes de la tierra, el temor y el horror se apoderaron de los hombres y mujeres de San Salvador, por lo que a partir de ese momento abarrotaron las iglesias y ermitas en busca del perdón de los cielos. Esa oportunidad no fue desaprovechada por el virtuoso párroco Isidro Sicilia, quien encargó el esculpido y pintado de una imagen portátil del Salvador del Mundo al más notable y hábil escultor, grabador, pintor y dorador de imágenes de toda la región. Se llamaba Silvestre Antonio García y era devoto de San Francisco de Asís, por lo que vestía el hábito de su orden con el grado de terciario, es decir, como un lego cuya fortuna estaba en función de los pobres y las causas nobles.
García era heredero y propietario de la inmensa hacienda San Antonio Los Amates, ubicada al poniente de San Salvador, la que siglos más tarde fue escindida en las fincas El Espino y San Benito. Estaba casado con la mexicana Benita Évora, con quien había procreado a sus dos hijos Vicente y Basilio, este último padre de Salvador García, quien a su vez fue progenitor del médico y exalcalde capitalino Ramón García González y de su hermana María, quien fuera madre de la folclorista María Mendoza García de Baratta.
Con el tallado y pintado de la madera de un naranjo seco que había en su propiedad, Silvestre García cumplió aquel encargo sacerdotal y, para el 5 y 6 de agosto de 1777, una nueva y portátil imagen del Salvador del Mundo fue colocada en el altar mayor de la Iglesia Parroquial de la capital provincial. Así surgió el “Colocho”, como denominó el pueblo a esa escultura religiosa, una denominación congruente con las asignadas en otros puntos de la España metropolitana y americana para otras efigies de culto. Así iniciaba la tradición de la festividad agostina.
Como tributo complementario, García se hizo cargo de organizar y pagar las celebraciones agostinas de los años siguientes, lo cual cumplió hasta el día de su muerte en 1808, no sin antes haber entregado una fuerte suma de dinero al párroco capitalino, presbítero y doctor José Matías Delgado y de León. Esa suma la destinaba para que se le cancelara su paga a obreros y se finalizara la compra de materiales pendientes de la reconstrucción del principal templo de la capital de la Intendencia de San Salvador.
En homenaje civil por su entrega hacia las festividades anuales dedicadas al Salvador del Mundo, el señor J. Antonio Andrade, vecino de Soyapango, solicitó el 27 de junio de 1986 que la Segunda Calle Oriente de la ciudad capital fuera bautizada con el nombre del maestro Silvestre Antonio García. Su petición quedó sin respuesta, a la espera de un concejo local que se interese por rescatar la memoria de los personajes históricos de San Salvador.
En manos municipales
A partir del mismo año de la muerte del maestro Silvestre García, la municipalidad de San Salvador asumió la organización y conducción de los festejos agostinos. Para ello, cada mes de mayo nombraba un comité de 16 personas, entre hombres y mujeres, quienes asumían sus cargos como mayordomos o capitanes de barrio y se encargaban de recolectar fondos de manera ingeniosa, suma que era utilizada luego para los materiales con los que cada fracción poblacional de San Salvador honraba a su santo patrono en un día determinado de la semana de celebraciones.
En 1809, la primera capitana nombrada fue la señora Dominga Mayorga, quien organizó una alegre alborada, una fastuosa entrada a la Plaza Mayor y una carroza con forma de barco cargado con flores, las que fueron repartidas entre el público al cerrar su recorrido frente a la Iglesia Parroquial (hoy templo del Rosario, al oriente de la plaza Libertad).
Al año siguiente, la celebración agostina principal fue la representación del Monte Tabor en el atrio de la Iglesia Parroquial, donde el Cristo tallado por Silvestre García fue, una vez más, el centro de atención y atracción.
Para 1811, un año convulso por los ánimos independentistas reinantes, fue construido un carro modesto, de madera, tirado por bueyes y adornado con papeles de colores y muchas flores, entre las que se colocó al “Colocho” y se le llevó a recorrer las calles, por entre el júbilo de la población. Al final del recorrido, frente a la Iglesia Parroquial y la Plaza de Armas, se produjo por primera vez la “Bajada” o cambio de ropas para el Cristo transfigurado. Así se dio origen a un ritual que perduró hasta 1999, cuando el momento de la “Bajada” fue trasladado a la fachada de la nueva Catedral Metropolitana, al norte de la plaza Barrios.
¡Fiestas agostinas o diciembrinas?
Las celebraciones civiles y religiosas dedicadas al Salvador del Mundo superaron los convulsos tiempos de la Independencia, la anexión forzosa a México y las guerras federales. Pese al abandono de la ceremonia del Pendón Real, al fragor de las batallas o a la virulencia de las pestes de viruela o de cólera morbus, pocas veces fueron suspendidas en todo su esplendor y reducidas únicamente a la celebración de la misa solemne del 6 de agosto.
Para esos momentos, dicha festividad anual, como bien lo reveló un diario gubernamental de la primera mitad del siglo XIX, “es única en su género: es religiosa, es cívica, es nacional y local a un mismo tiempo; pertenece a todas las clases y a todas las jerarquías: al sansalvadoreño y al vecino de San Miguel o de otra ciudad, al rico y al pobre, al comerciante y al hacendado, al militar y al paisano, al gremio de hombres de letras y al rudo jornalero [...] Marchan todos confundidos en amistosa fraternidad y sin más distinción ni procedencia que aquella que rigurosamente exigen la etiqueta, la urbanidad y el respeto debido a las personas constituidas en dignidad”.
Con gran algarabía y júbilo, desde 1843 y hasta ya entrado el siglo XX, el trabajo de arreglar y decorar el carro para la procesión del Salvador del Mundo le fue confiado a los hombres y mujeres del barrio capitalino de El Calvario.
Pero un decreto ejecutivo del 25 de octubre de 1861, firmado por el general Gerardo Barrios, le dio un súbito giro a los principales festejos de la capital. Por medio de ese texto legal, el mandatario transfirió las fiestas agostinas para el 25 de diciembre, día de la Natividad, con el propósito de que esa ocasión fuera no solo el festejo titular de la ciudad de San Salvador, sino que fuera el último espacio comercial y agropecuario del país y el primero del año siguiente. Esa disposición gubernamental, de clara intervención del Estado en los asuntos de la Iglesia –un gesto muy propio de aquel mandatario-, solo tuvo vigencia hasta el 12 de abril de 1864, cuando el Dr. Francisco Dueñas emitió otro decreto que devolvió las fiestas agostinas a sus fechas tradicionales.
Dotados aún de fervor religioso, los festejos agostinos anuales fueron adquiriendo un gradual tono mundano y comercial, debido a que las personas se preocupaban por estrenar ropas nuevas y los comerciantes se motivaban a “hacer su agosto” (frase española vinculada con el verano), mediante jugosas ventas, que podían incluir descuentos o precios más voraces que en temporadas normales. Esa oportunidad, lograda en pocos días de trabajo arduo, también causó que muchos empleados gubernamentales abandonaran sus puestos de trabajo y se lanzaran a labores comerciales de ocasión, lo cual les fue prohibido por el general Francisco Menéndez mediante un decreto ejecutivo, redactado y firmado el 9 de agosto de 1887.
¿Festejos solo para San Salvador?
Un decreto ejecutivo del 24 de junio de 1905 elevó las fiestas patronales de San Salvador a la categoría de feria nacional, lo cual permitió que, entre el 1 y el 6 de agosto, se diera una mayor solemnidad y capacidad comercial en la capital salvadoreña.
Dieciséis años más tarde, las fiestas titulares de la ciudad capital revistieron un carácter especial, debido a la cercanía de las fechas conmemorativas del primer centenario de la independencia centroamericana. Durante la misa pontifical del 6 de agosto de 1921, fue interpretado en la nave central de la segunda Catedral Metropolitana (1888-1951) un “Himno al Salvador del Mundo”, cuya letra y música fueron escritas, respectivamente, por el poeta ciego Belisario Calderón y por el filarmónico Pedro J. Guillén. Dedicada al arzobispo capitalino, monseñor Adolfo Pérez y Aguilar, la letra fue reproducida en la portada del Diario del Salvador, San Salvador, año XXXIV, no. 7965, sábado 3 de septiembre de 1921:
¡Salve! Salvador del Mundo,
Patrono de El Salvador,
de quien eres protector,
dándole tu amor profundo.
En la conmemoración
del Tabor de excelsa historia,
tu pueblo exalta la gloria
de tu Transfiguración.
Hincados ante tu trono,
viendo tu faz soberana,
tus hijos cantan ¡Hosanna!
a su Divino Patrono.
¡Salve! Salvador del Mundo,
Patrono de El Salvador,
de quien eres protector,
dándole tu amor profundo.
Dos años más tarde, un acuerdo ejecutivo del 23 de junio de 1923 declaraba que las fiestas titulares de San Salvador debían ser consideradas, en el futuro, como Feria Nacional de El Salvador, pues estaban dedicadas al patrono católico religioso del país, efigie símbolo que ha merecido un monumento en la Plaza de las Américas –inaugurado en diciembre de 1942 y dañado por el terremoto del 10 de octubre de 1986-, emisiones de sellos y tarjetas postales, recuerdos religiosos, imágenes transportadas en la ruta de los migrantes hacia Estados Unidos y hasta un espacio azul en las anteriores placas de los automóviles.
Los personajes agostinos
Para esa segunda década del siglo XX y las posteriores, las fiestas agostinas revestían ya una combinación de elementos religiosos, comerciales y mundanos, envueltos en las alboradas, mascaradas, carrozas de flores y bellas mengalas (señoritas, término que entró en desuso en los años 30), juegos florales, trajes de gala (crinolinas o miriñaques y, después, confeccionados en estilo “flapper” estadounidense); valses, mazurcas, polcas, foxtrots, charlestones, tangos, swings y demás danzas que eran ejecutadas en los salones de la Sociedad de Empleados de Comercio, La Concordia, Sociedad de Obreros Confederada, Casino Salvadoreño y El Salvador Country Club.
Los enmascarados conocidos como los “viejos de agosto” anunciaban la apertura de la semana de fiestas mediante el tradicional Correo, en sustitución de la alegoría de Mercurio, el alado mensajero de los dioses griegos, que fue el anunciador de las festividades durante buena parte del siglo XIX.
Los catalanes Félix Olivella -padre, hijo y nieto, dueños de un céntrico almacén, “El Chichimeco”- brindaban alegría a los chiquillos y adultos capitalinos, al financiar anualmente a las personas que encarnaban a El Chichimeco. El nombre era el del gentilicio de un indígena mexicano de la zona chichimeca, pero el personaje que salía a recorrer las calles de San Salvador distaba mucho de un nativo americano. Era un personaje cuyo atuendo constaba de ropa brillante, verde y roja, zapatos puntiagudos, alto cucurucho carmesí y espada de palo pintada en color plateado. Actuaba únicamente durante el día del barrio San Esteban y era una copia en grande de una figura que se encontraba en uno de los escaparates de esa casa comercial. Su salida se constituía en una verdadera fiesta popular, pues se hacía querer de la chiquillería con sus saltos, muecas, gritos y carreras. ¡Y no usaba zancos!
Los barrios capitalinos se esforzaban por hacer mejores carrozas y exhibir sus mejores galas para el día de su “entrada” desde su barrio hasta la plaza de Armas, parque Dueñas o plaza Libertad. En sus carrozas exhibían a las bellezas femeninas del barrio, a quienes vestían de galas y las colocaban entre flores y artísticos diseños.Para sfragar todos esos gastos, los barrios destinaban meses enteros a recolectar fondos de particulares y negocios, con el fin de contratar a carroceros, peinadores y músicos profesionales, cuyos bien pagados servicios, en competencia con los contratados por los otros barrios, extraían aplausos y exclamaciones de admiración entre las personas asistentes a cada uno de los desfiles de entrada.
Uno de los más célebres creadores de carrozas fue el pintor Carlos Alberto Imery, quien asumió dicha labor tras su retorno de sus estudios en Europa, al encontrarse sin empleo, con necesidades económicas y sin mayores posibilidades de vivir de lo que le generaba el arte pictórico. Las carrozas de Imery y de otros carroceros de renombre desplegaban creatividad e innovación, a la vez que hacían alusión a motivos religiosos, mitológicos, políticos o a los más avanzados desarrollos de la ciencia y de la técnica, por lo que no resultaba extraño ver carrozas con imágenes de aviones y locomotoras.
El público asistente a las festividades era el que contrataba al portador ambulante del fonógrafo para que amenizara bailes de casa en casa –cuyos balcones, patios y árboles estaban adornados con faroles de “papel de China”-, repartía refrescos, pupusas, shuco-atole o cartuchos repletos de dulces típicos o confitería importada. Todo consistía en entregarse a la diversión plena, después de asistir a la procesión y a la misa en la tarde del 5 de agosto, tras lo que quizá pudiera hallarse un espacio para ver una función cinematográfica en los teatros capitalinos, como el Principal, Colón, Nacional, Coliseo, Variedades y Moderno.
Para fines del siglo XX y la centuria que transcurre, los festejos agostinos ya tienen un largo trecho histórico y hasta se han transnacionalizado, pues las comunidades de salvadoreños residentes en el extranjero realizan sus propias celebraciones. Las fiestas agostinas han sobrevivido a pestes, guerras, luchas nacionales e internacionales, a la secularización progresiva de la sociedad… pero se ven amenazadas con severidad por el bayunquismo, la falta de gusto estético, la ramplonería y el oportunismo. En estos siglos transcurridos, es evidente que la sociedad devota del Salvador del Mundo ha cambiado, en consonancia con los cambios mismos de El Salvador en su conjunto. ¿Desaparecerá algún día esa tradición heredada o se buscará mantenerla, protegerla y proyectarla hacia el futuro como herencia cultural intangible de nuestro pasado colonial?